Los proyectos HELF e HIFLE: literatura, historia e imagología

Cuanto más progresa el proceso de integración político-económica de Europa, más necesario resulta que lo acompañe en el campo de la cultura una labor investigadora que propicie un mejor conocimiento recíproco de los pueblos que componen la Unión. No deja de asombrar hasta qué punto, a pesar de la extraordinaria multiplicación y diversificación de los contactos, persisten las imágenes estereotipadas de «los otros», o cómo roces mínimos resucitan fobias o desprecios que se pensaran de otros tiempos. El trato directo parece competir difícilmente con la herencia cultural. Estos clichés constituyen indudablemente un obstáculo para la percepción y la comprensión de las demás culturas; como tales, pueden socavar dicho proceso de integración, incluso amenazarlo en caso de un cambio radical de coyuntura.
Las imágenes estereotipadas no se pueden simplemente descalificar; sería poco eficaz, además de ingenuo. Hace falta llevar a cabo una crítica que ponga de relieve su historicidad: en qué contextos llegaron a constituirse, a cuajar y a difundirse, pero también a transformarse o a desaparecer, sustituidas a veces por imágenes contradictorias. Todo esto supone una compleja investigación, que no sólo acaba relativizando dichas imágenes, sino que enseña a desconfiar de las seudoevidencias.
Con esta perspectiva social y aun política, quienes nos dedicamos al estudio de las literaturas francesa y española –Mercè Boixareu (UNED, Madrid) y Robin Lefere (ULB)–, impresionados por los prejuicios mutuos que encierran, concebimos hacia mediados de los 90 el proyecto de examinar las imágenes respectivas del otro –español o francés– que se fueron elaborando a lo largo de sendas historias, desde la Edad Media hasta la época contemporánea. Ante la amplitud de la materia, que suponía el dominio de una doble tradición literaria y también participaba de la disciplina propiamente historiográfica (tanto en los aspectos diplomáticos como en los que atañen a las mentalidades), resultó evidente que la empresa debía ser ampliamente colectiva, y nuestra primera tarea fue identificar, convencer y coordinar a los numerosos especialistas necesarios, que generosamente nos prestaron su colaboración (desde las reuniones iniciales hasta la redacción de capítulos originales, respetando diversas consignas que favorecían la unidad del conjunto). Dicho proyecto, con su doble vertiente cifrada en los acrónimos HELF e HIFLE, se concretó con el libro La Historia de España en la Literatura Francesa. Una fascinación…, publicado por la editorial Castalia en 2001 , y recientemente con el estudio simétrico, La Historia de Francia en la Literatura Española. Amenaza y modelo (Castalia, 2009).
Nuestro primer estudio se caracterizaba por dos opciones fundamentales: por una parte, basarnos en las representaciones literarias, especialmente ficticias, y por otra centrarnos en la Historia. En efecto, había que evitar el escollo de precipitarse en las consabidas figuras míticas (don Juan, don Quijote, Carmen…) y en los topoi pintorescos de inspiración romántica (la violencia española según la gitana y el torero), pero sobre todo queríamos plantear y poner a prueba una hipótesis que nos parecía tan plausible como sugerente: la hipótesis de que, al menos en el caso de España, son los sucesos históricos los que determinaron principalmente las imágenes de lo hispánico, en especial debido al impacto de las ficciones extranjeras y particularmente francesas que los recogieron y plasmaron. Dicha hipótesis y dichas opciones metodológicas resultaron acertadas, puesto que las numerosas contribuciones acabaron confirmándolas, y la recepción académica de la obra fue entusiasta.
Lo lógico, pues, y nuestra intención inicial al plantear la continuación de aquél, era aplicar a la literatura española los mismos principios. Sin embargo, durante las discusiones preparatorias, pronto nos dimos cuenta de que convendría modificar el enfoque en algunos aspectos. En efecto, al considerar entre todos los colaboradores un posible corpus, caíamos en las tres consideraciones siguientes:
-mientras abundan en la literatura francesa obras importantes que tematizan la Historia de España, en cambio escasean las obras españolas que ficcionalizan la Historia de Francia, al menos si buscamos las de primera magnitud;
-cuando la Historia de Francia aparece como tema explícito de los grandes escritores españoles, es generalmente en obras no ficticias, como los ensayos y los textos periodísticos, las memorias o la correspondencia;
-mientras la literatura francesa tematiza principalmente la Historia política o diplomática, es decir, aquellos grandes acontecimientos y personajes de la Historia de España que impactaron el imaginario colectivo, en el caso de la literatura española parece resultar preponderante la Historia cultural.
Desde luego, dichas consideraciones debían ser sometidas a la prueba de una investigación sistemática, pero la toma de conciencia de esa triple diferencia anticipada nos condujo a ampliar el enfoque inicial, sin por ello disolver nuestro planteamiento en cuestiones excesivamente generales, ni romper con la perspectiva del primer estudio –esto es, tratar de determinar e interpretar qué aspectos de la Historia del otro (Francia o España) han sido convertidos en temas de la literatura (española o francesa), en qué géneros y de qué manera, en qué contextos y con qué fines motivaciones o funciones; con qué imágenes del otro (Francia o España) se corresponden las distintas tematizaciones, y cuál es la evolución de cada tema y de cada imagen.
Cabe precisar que los dos volúmenes publicados tienen la misma estructura, cuyo carácter sistemático pretende reflejar el talante de la investigación: Presentación + Introducción (varios capítulos) + Edad Media (etc.) + Recapitulaciones + Conclusiones.
La importancia del marco reflexivo y teórico resulta del esfuerzo por producir una obra profundamente unitaria. En las «Recapitulaciones» y en las «Conclusiones» nos correspondía en especial a los coordinadores el muy estimulante y muy arriesgado trabajo de llevar a cabo síntesis y a veces extrapolaciones, identificar líneas de fuerza, esbozar genealogías y etiologías, razonar en toda la medida de lo posible un proceso de extrema complejidad. Me limitaré aquí a recoger lo más significativo de las conclusiones de la Historia de Francia en la Literatura Española. Amenaza y modelo, que acaba de publicarse en abril de 2009. En ellas, cada vez que resulte oportuno, se contrastan los resultados de las dos vertientes del proyecto de investigación global.

Tematización literaria de la Historia (de Francia, en la literatura española)
La tematización de la Historia de Francia se remonta a los principios de la literatura española, y se puede rastrear a lo largo de los siglos, con la recurrencia de temas y la incorporación progresiva de nuevos hechos históricos. He aquí los temas principales (se indican con un asterisco los que han sido más fecundos en la literatura española contemporánea o posterior):
-Carlomagno y los doce Pares de Francia, con el caso muy notable y significativo de la creación del legendario Bernardo del Carpio*.
-Juana de Arco.
-La rivalidad entre Carlos V y Francisco I (con el cautiverio de éste y el posterior incumplimiento de lo pactado)*.
-Enrique IV (la admirada toma de Amiens, el Edicto de Nantes, el episodio del mariscal de Biron, el regicidio…).
-Las bodas reales de 1598-1621.
-Luis XIII y el manifiesto de 1635, con la denostada figura de Richelieu*.
-Las consecuencias de la Guerra de Sucesión. Luis XIV.
-La Revolución francesa*, con las figuras de Luis XVI y María Antonieta, Robespierre, Marat y Charlotte Corday, Murat, Mirabeau.
-La Guerra de la Independencia*, con las figuras de Napoleón* y José Bonaparte.
-Los Cien Mil Hijos de San Luis, con las figuras de Luis XVIII y el duque de Angulema, de Chateaubriand.
-La Revolución de 1848 y la Comuna de 1870.
-La «Grande Guerre».
-La Francia del Frente Popular.
-El Régimen de Vichy.
Frente a esos temas que participan de la Historia política o diplomática, se observan también temas culturales:
-El progreso intelectual y material, con las Exposiciones Universales.
-Las figuras de Ninon de Lenclos y, sobre todo, de Voltaire, Sade, Zola (el de J’accuse).
-París (con sus distintos valores).

Así pues, los aspectos de la Historia de Francia que han sido convertidos en temas de la literatura española son personajes más o menos históricos o legendarios (dinásticos, oligárquicos, intelectuales, pueblo), grandes acontecimientos políticos o diplomáticos, y por otra parte figuras de escritores y lugares emblemáticos con los que se asocian distintos valores, tendencias culturales (revolución lato sensu: protestantismo, anticlericalismo…) o emblemas de civilización (progreso material o ideológico). A pesar de esta diversidad, se trata de una Historia muy fragmentaria y con notables soluciones de continuidad –algo que se había observado ya en el estudio HELF, y que es lógico (lo contrario resultaría sorprendente).
De manera general, en las distintas épocas se tematizan ante todo acontecimientos o personajes más o menos contemporáneos o los que se dejan relacionar de manera más o menos directa con la Historia española del momento. Es decir, los que tienen repercusiones en España (el expansionismo de Luis XIII y Richelieu, la Revolución francesa y 1848 o 1870, el Frente Popular…), y sobre todo los que integran una Historia común: Roncesvalles (en realidad un aspecto mínimo de la vida política de Carlomagno), Francisco I, Enrique IV (de Navarra), las bodas, la Guerra de la Independencia, los Cien Mil Hijos de San Luis. Esto es: el verdadero tema de los autores considerados es tanto la Historia de España como la Historia de Francia, y en muchos casos la Historia de Francia sirve incluso de coartada para reflexionar, de manera encubierta o figurada, sobre la de España.
Entre los temas que más fecundos han sido, destacan dos por su amplia posteridad literaria. En primer lugar, el mundo carolingio, con la figura del Emperador y el episodio de Roncesvalles. Esta fortuna se puede explicar no tanto por la mitificación temprana de la corte y de la figura de Carlomagno sino por la polivalencia funcional del tema (véase infra). En segundo lugar, tenemos la Guerra de la Independencia y la figura de Napoleón. Si desde su aparición contemporánea a los hechos y hasta hoy han generado un sinfín de textos, se debe a que se trata probablemente del episodio histórico que más ha impactado el imaginario colectivo, por la combinación de diversos factores: el trauma de una guerra cruenta, desde luego, pero también la figura llamativa y pronto casi mítica de Napoleón, la imposición humillante de José Bonaparte, y aun cierta perpetuación del trauma inicial a través de una rica iconografía (con las emblemáticas pinturas de Goya).

Funciones
Partiendo de las consideraciones anteriores, se puede intentar un esbozo tipológico de las funciones que llegó a desempeñar la temática histórica francesa a lo largo de la literatura española, según los distintos contextos de producción y de recepción de las obras. Lo hemos hecho pensando en el «¿para qué?» (función), apuntando en ocasiones al «¿cómo?» (modo). No hace falta insistir en que una determinada tematización puede desempeñar simultáneamente varias funciones, si bien con probable predominancia de una u otra. Así pues, y sin poder detallarlas y ejemplificarlas aquí, hemos distinguido tres tipos de funciones –las políticas, las culturales, las estéticas–, con sus respectivos subtipos.
De esa tipología se desprende que la tematización de la Historia de Francia ha respondido a finalidades muy variadas y generalmente múltiples. Destaca la importancia de los contextos históricos y en especial la instrumentalización de la Historia de Francia, contemporánea o antigua, para servir determinados fines políticos o culturales en las sucesivas coyunturas de la Historia de España.

Imágenes de Francia
Se trata ahora de sintetizar y articular, con una doble perspectiva sincrónica y diacrónica, las imágenes de Francia que se plasmaron a lo largo de la literatura española, teniendo en cuenta, en la medida de lo posible, sus relaciones con otras representaciones (mediaciones) y el imaginario social (por lo tanto, los sucesivos horizontes de expectativas). Dichas imágenes son creaciones individuales que empero participan de un imaginario colectivo, que perpetúan reforzándolo o que ponen en entredicho. En una época determinada suelen coexistir imágenes literarias contrarias o contradictorias (constituidas de diversos rasgos), con predominancia –cuantitativa o cualitativa– de unas u otras; de este conjunto plural se puede inducir una imagen globalmente positiva, negativa o ambigua.
De la variada literatura medieval, que se corresponde con diversos contextos históricos, se desprende una imagen globalmente ambigua de «Francia», puesto que coexisten básicamente dos imágenes que se apoyan en tres circunstancias históricas distintas (lo que, por cierto, es ínfimo). Tanto en las crónicas como en los cantares y en el romancero (esto es, del siglo VIII al siglo XIII), domina una imagen muy positiva, pero tan anacrónica como mítica, de una «Francia de Carlomagno» lejana y exótica, cristiana y adornada de todas las virtudes del mundo caballeresco. Esta primera imagen, tan sugerente como útil en el contexto de una España feudal que debe unificarse aún, no es una creación hispánica y no proviene de la Historia sino de la literatura: se inspira en crónicas y cantares de gesta franceses –esto es, en una autoimagen francesa– y europeos en general. A partir de finales del siglo XI, compite con dicha imagen positiva la contraimagen negativa de un Carlomagno invasor, y más generalmente la de una Francia que se entromete política, cultural y religiosamente en los asuntos de España. Esto es: lo propiamente español no reside en la mitificación sino más bien en la desmitificación (especialmente con la creación del mito antifrancés de Bernardo del Carpio). Más tarde, en el marco de los distintos conflictos habidos a finales del siglo XV entre Carlos VIII y los Reyes Católicos (el Rosellón, Nápoles), las églogas dramáticas muestran una Francia causa de guerra, y más precisamente la figura de un Carlos VIII soberbio, ambicioso e imperialista, que se deja emparentar con la vertiente negativa de la imagen de Carlomagno, reforzándola. Al final de la época medieval, pues, la literatura española ha asociado con Francia y los franceses rasgos positivos y, sobre todo, negativos, no propiamente contradictorios y de larga proyección: caballeresco, cristiano, valiente, pero también soberbio, ambicioso, imperialista, guerrero.
Si en los Siglos de Oro se encuentran otra vez imágenes contrastadas, al ritmo de las peripecias de las relaciones entre España y Francia (que ahora sí constituyen naciones) y según los géneros, se impone una imagen globalmente negativa de Francia, especialmente en la primera mitad del siglo XVII, donde destaca la obra clave de Quevedo. En el romancero y en la épica culta se perpetúa, debido a una tradición que se enriquece con el aporte italiano, la vertiente positiva de la imagen medieval de Carlomagno, hasta que, al exasperarse la rivalidad entre Carlos V y Francisco I, se recupere la otra (Roncesvalles se convierte en una victoria de la España cristiana contra Carlomagno, y se recupera la figura de Bernardo del Carpio, que mata a Roldán y a los Doce Pares). Francisco I recoge y concentra los rasgos medievales de valentía, soberbia, avaricia, y atrae los nuevos de envidia y aun vileza y traición (por incumplir el Tratado de Madrid). Aunque esta antipatía algo se compensara con la simpatía hacia la figura de Enrique IV (en parte por haber sido víctima de cierta violencia francesa que no se detiene ante el magnicidio), y a pesar de los tratados de paz y otras bodas diplomáticas, las rivalidades expansionistas y los (re)sentimientos correspondientes prevalecen. Resulta muy significativo que un libro que pretende contribuir a favorecer relaciones armoniosas entre España y Francia –me refiero al famoso La oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la Tierra o La antipatía de franceses y españoles (1618), de Carlos García– deba partir de la constatación de una enemistad mortal y de una diferencia total y radical entre franceses y españoles. Dicho ensayo representa una pauta fundamental en las relaciones imagológicas entre España y Francia, pues por primera vez se explicita, se nombra y se teoriza una «antipatía» entre españoles y franceses, esbozándose un retrato del francés que incluye rasgos muy variados, entre los cuales llaman la atención: inteligencia muy viva pero superficial, crítica (incluso en materia religiosa), sentido práctico, alegría vital y gusto por el buen comer y el buen beber, susceptibilidad e irritabilidad, con reacciones fácilmente precipitadas y violentas. El hito siguiente lo provoca el manifiesto de 1635 de Luis XIII y de Richelieu: en reacción a su imagen polémicamente negativa de España se lanza una propaganda contraria, propugnando una imagen negativa de Francia (presentada como belicosa hacia afuera, y dividida internamente), y una contraimagen positiva de España. Esta francofobia coyuntural (que empero se nutre de una tradición), Quevedo la desarrolla de manera sistemática y variada hasta llegar a un mito personal antifrancés, destacándose los rasgos negativos de país violento, sacrílego (rasgo de larga proyección), hereje, y todavía los de falso (mentiroso), desleal (ayuda a quien se rebela contra la corona española), e incluso cobarde (negando el rasgo tradicional de «valiente»); esto es: acaban rechazados todos los valores caballerescos de procedencia medieval.
Esta imagen tan negativa no impide que, en el siglo XVIII, larga época de alianzas políticas y de colaboraciones, se propicie, en los pocos textos de nuestro corpus que se interesan por el país vecino, una imagen globalmente positiva de Francia. En el género oficial de las oraciones fúnebres, en particular las de príncipes franceses de la casa de Borbón, la Historia y las figuras políticas galas se evocan en términos encomiásticos (como corresponde al género), especialmente, de manera significativa, las que, como Luis XIV o San Luis, rompen con el estereotipo reciente de una Francia herética (por otra parte reactualizado en el contexto de la querella de los apologistas). En los relatos de viajes, Francia se describe como un país de gran cultura (instituciones, imprentas, vida intelectual, progreso material), rasgo positivo de larga proyección, que tiene un revés negativo (las «manières» en las pequeñas cosas de la vida generan el tópico de la frivolidad) y por otra parte pronto suscitará reacciones patrióticas de defensa (desde el emblemático motín de Esquilache ya en 1766 hasta los textos casticistas de finales del siglo XIX y principios del XX).
En el siglo XIX, en el contexto general de una fuerte desigualdad desde los puntos de vista político y económico, y en particular debido al terremoto de la Revolución y a la Guerra de la Independencia, prevalecen en España una actitud y aun una agresividad defensivas que generan, en la primera mitad del siglo, una imaginería muy negativa que congrega y potencia rasgos anteriores: violencia, ambición y soberbia, herejía o sacrilegio (hacia las instituciones sagradas de la Religión y de la Realeza), a los que tiende a añadirse el de sexualidad libertaria y enfermiza (desacreditando el ideal de libertad). Sin embargo, resulta muy notable que esa imagen global tan negativa no llegue a proyectarse sobre el pueblo francés en su totalidad, de manera indiscriminada. Además, coexisten con ella imágenes positivas minoritarias, bien en los que ensalzan la Francia contrarrevolucionaria y «tradicional» (la de los Reyes que encarnan la fe o los valores de poder o de grandeza), bien en la elite «afrancesada». Por otra parte, a partir de los años 40 y desde sensibilidades liberales tienden a rescatarse la primera fase de la Revolución (la de los grandes principios liberales, anterior al Terror) y hasta la memoria de Napoleón. De hecho, incluso las novelas populares ofrecen en el plano ideológico una imagen positiva de la Francia de 1848 y de «la Commune». Estas perspectivas variadas se sintetizan en los Episodios Nacionales de Galdós, que plasman una imagen plural y contrastada.
En el siglo XX, la «Grande Guerre» plantea una situación inédita: frente a una Francia víctima de la agresión alemana, y frente a lo que aparece como dos modelos de civilización, España se encuentra en una posición de juez, que debe tomar partido. El antagonismo entre francófilos y germanófilos (o francófobos) genera, entre la mayoría de los intelectuales (con la notable excepción de Pío Baroja), una imagen muy positiva de una Francia hermana (por latina) y, sobre todo, identificada con la Civilización (frente a la Barbarie germánica). Esto es: por primera vez en España se hacen totalmente positivos los valores de la Francia republicana que salió de la Revolución, destacándose al respecto la imagen ideal y mesiánica que esgrime Blasco Ibáñez, que cuaja en un mito personal en que se asume como propia una autoimagen francesa estereotipada. Sin embargo, entre los conservadores y el pueblo que se adhieren a Alemania, Francia representa la contraimagen negativa de los rasgos positivos que integraba Alemania en el imaginario colectivo. La imagen muy positiva de Francia no llegará mucho más allá de la circunstancia histórica que la favoreció, en parte porque después de la «union sacrée», Francia vuelve a escindirse entre progresistas y reaccionarios, y mientras se hace muy presente la «otra Francia» –la de Action française, la de Vichy– con que simpatizan los conservadores españoles y el régimen franquista, los republicanos españoles quedan decepcionados por la tibieza y la pusilanimidad del Frente Popular (rasgos de traición, cobardía). Ahora bien, a pesar de los pesares se ha perpetuado a lo largo del siglo la imagen de una Francia de la libertad, en los ámbitos artísticos (el mito de París), intelectuales (la Francia creadora de opiniones de Azorín, que se encarna en las figuras emblemáticas de Sade , Voltaire o Zola), políticos, como en el ámbito de las costumbres.

Francofobia, francofilia
Si consideramos que la imagen positiva de Francia en una parte de la literatura medieval española no se corresponde con ninguna francofilia sino con un estereotipo literario heredado de las literaturas extranjeras (especialmente la francesa), y que la primera imagen propiamente creada por España desmitifica a Carlomagno y a sus pares, e inventa la figura antifrancesa y pronto mítica de Bernardo del Carpio, no podemos sino constatar que la relación imaginaria con Francia se caracteriza en sus orígenes por la francofobia.
Se trata sin embargo de una francofobia defensiva, frente a una Francia que se percibe como imperialista y, por lo tanto, amenazadora o incluso enemiga. Esta actitud, en que se exaspera la típica desconfianza o aun fobia entre países vecinos, perdurará hasta el siglo XX, y constituye sin duda una de las claves de las relaciones hispano-francesas. La alimentaron sobre todo las figuras de Francisco I, Richelieu y Luis XIII (en el contexto de la lucha por la hegemonía en Europa), y luego volvió a activarla, de manera poderosa, Napoleón –todas figuras que precisamente fueron tematizadas como soberbias y belicosas.
Ahora bien, hay que puntualizar que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, esa fobia se modifica: ya no es tanto política y militar como cultural lato sensu. Esta inflexión resulta tanto más importante cuanto la francofobia cultural constituye el revés de una notable francofilia que, desde el siglo XVIII, se nutre del prestigio institucional, intelectual, científico, literario y aun técnico de Francia en toda la cultura europea. En efecto, por poderosa que llegara a ser en los círculos ilustrados y literarios de la Península ibérica, o a causa de ello, la francofilia cultural española pronto suscitó recelos, se puso duramente a prueba con el Terror revolucionario y la Guerra de la Independencia (contexto en que los francófilos iban a ser tachados de «afrancesados»), se debilitó con la derrota de 1870 mientras crecían las relaciones con los países sajones y se desarrollaba una admiración hacia Alemania, y finalmente, en el contexto de la crisis del 98, se combate desde posiciones casticistas. Esta progresiva erosión de una francofilia que por otra parte socavaba la creciente francofobia cultural no impidió que, en el contexto de la Grande Guerre y de una germanofilia ampliamente difundida en España, la mayoría de los intelectuales apoyaran a Francia; pero este apoyo no representó más que un sobresalto sin mucho futuro, si bien cierto tropismo francófilo iba a perdurar entre una elite progresista, nutrido por las frustraciones que generaron las circunstancias políticas de las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco.
Así pues, si, más allá de textos de circunstancias que favorecen la paz hispano-francesa y de una francofilia cultural tardía y problemática, consideramos la continuidad de textos antifranceses desde la Edad Media hasta el siglo XX –en especial en los siglos XVI y XVII cuando se concentraron textos de grandes plumas (caso paradigmático de Quevedo) o el ambivalente y tan exitoso ensayo de Carlos García–, en distintos contextos de conflictos políticos o incluso militares, podríamos sorprendernos de que, a diferencia de lo que pasó en Francia con respecto a España, no llegara a cuajar un imaginario xenófobo fuerte, con ineludibles estereotipos de Francia o del francés, y mucho menos una «leyenda negra». Cabe plantear la cuestión del por qué, en la medida en que puede resultar muy reveladora; desde luego, frente a la complejidad del asunto, deben considerarse diversos elementos explicativos.
El primero reside sin duda en que, como vimos ya, los textos antifranceses son generalmente circunstanciales y provocados: respuestas defensivas a un ataque político, cultural (caso del artículo «Espagne» en l’Encyclopédie Méthodique) o a la pujanza de la cultura francesa. Además, en parte por ello no increpan a la nación francesa en su conjunto sino a determinados franceses de primer plano, los que han suscitado su reacción (François I, Richelieu, Robespierre, Napoléon…; o incluso personalidades de las que se llega a olvidar la nacionalidad francesa), o determinadas actuaciones o ideas (el protestantismo, la Revolución), de tal manera que crean pocos estereotipos (en el sentido de una simplificación y una generalización esencialistas). Resulta muy significativa al respecto la polémica de 1635 (como, en una escala menor, la querella de los apologistas del siglo XVIII), en particular los textos de Quevedo y de Saavedra Fajardo, en los que los ataques se centran en la figura de Richelieu y se apoyan en los oponentes franceses a éste. De la misma manera, en los textos del siglo XIX que increpan violentamente a la Revolución, no se rechaza al pueblo francés en su conjunto sino a determinadas figuras, a las masas irracionales, y eso al mismo tiempo que se celebra la Francia tradicionalista (en la misma literatura de urgencia). Por otra parte, es muy notable también que el ya comentado ensayo de Carlos García, que sí produce un estereotipo –complejo– del francés (caracterizado como el antiespañol), no establezca una jerarquía explícita entre los dos pueblos, sino que abogue por que ambos asuman su diferencia como una complementariedad potencialmente provechosa. Cabe resaltar, pues, que en diversas circunstancias muy polémicas los autores españoles mostraron una circunspección que contrasta con los sentimientos de fanatismo e intransigencia que el imaginario francés suele atribuir a los españoles… y, de manera algo «piquante», con las generalizaciones estereotipadas sobre España y los españoles que se encuentran en la literatura francesa (véase la Historia de España en la Literatura Francesa). Es probable que favoreciera esta asimetría el hecho de que en las distintas circunstancias críticas Francia apareciera como menos unitaria que, para la percepción francesa, España. Por ejemplo, la Francia protestante y herética estaba contrarrestada por la Francia de San Luis y Juana de Arco, la de la Saint-Barthélémy y de la revocación del Edicto de Nantes, lo que resulta especialmente importante si tenemos en cuenta que la relación de Francia con la religión constituye una de las claves permanentes de la valoración española. De la misma manera, la Francia revolucionaria está conjurada por la conservadora y por ello reaccionaria (desde los Chouans, la Restauración, Chateaubriand hasta la Action Française y Vichy). Esto es: estaba muy visible la «otra Francia», mientras que la España progresista sólo se hizo visible en Francia muy tardíamente, con la II República.
La segunda razón que se puede aducir para explicar que la francofobia no se haya asentado profundamente en el imaginario literario y social es que, de manera general, son pocas las obras que ficcionalizaron una imagen de Francia y de su Historia. Si esta causalidad es pertinente, vendría a constituir una demostración a contrario de nuestra hipótesis inicial: la imagen de un país está fuertemente mediatizada por las representaciones ficcionales de su Historia. Cabe además subrayar que ninguna de las obras más emblemáticas de la literatura española tematiza más o menos directamente la Historia de Francia, y ni el Cid, ni la Celestina, ni don Quijote, ni don Juan se dejan relacionar con Francia.
Una tercera razón la podemos encontrar en el hecho de que, a diferencia de lo que pasó en Francia con respecto a España, no hubo en ésta una exotización de Francia. Es cierto que se produjo una mitificación exótica de la Corte de Carlomagno pero, al margen de que cabe la duda de hasta qué punto ésta se percibía como francesa, la diferencia entre Francia y España residía en lo que separa el ideal de la realidad, y no en la esencial diferencia religiosa, como en el caso de la España musulmana. En otro contexto, en el siglo XIX, mientras los románticos franceses desarrollaban su propio mito exótico de España, distinguidos intelectuales y literatos españoles especularon sobre el latinismo y, en nombre de éste, sobre la hermandad hispanofrancesa.
Una cuarta razón, emparentada con la anterior, viene sugerida por el contraste con lo que ocurrió en Francia, tal como quedó evidenciado en la HELF. En efecto, si consideramos que la fascinación de Francia hacia España se remonta al siglo XVI, y tiene su origen en la propaganda, tan falaz como sugerente, de buena parte de Europa, y en el mito de una España violenta y fanática que algunos autores supieron forjar e imponer al imaginario colectivo, nada semejante ocurrió en España, ni siquiera en el siglo XVII (a pesar del mito personal de Quevedo), de tal manera que no existía una clave perceptiva e interpretativa que al mismo tiempo orientara la mirada hacia el país galo y sistemáticamente condicionara la percepción de los acontecimientos franceses allende los Pirineos. Esta circunstancia puede explicar también que globalmente los autores españoles se apasionaron menos por Francia que los franceses por España, y por lo tanto mantuvieron una relación más sosegada; de ahí la asimetría en los imaginarios del otro francés o español respectivamente en España y en Francia.
En su conjunto, pues, esas diversas razones deberían explicar suficientemente que los numerosos textos «anti-franceses» (con los matices que acabamos de resaltar) no hayan generado un potente imaginario literario y social francófobo.
Sin embargo, también debemos tener en cuenta una razón más positiva, que sería el mismo impacto, a partir del siglo XVIII, de la cultura y de los ideales humanistas franceses, que generaron en los sectores intelectuales una francofilia lo suficientemente fuerte como para contrarrestar o equilibrar la corriente francófoba (si bien, como quedó apuntado, dicha francofilia iba a nutrir a su vez cierta francofobia defensiva en el plano cultural), y para imponer a Francia, en todos los círculos, como ineludible referente cultural y político (según los unos o los otros para ser imitado o rechazado). A ese respecto, debemos relativizar el corpus aquí estudiado y las conclusiones imagológicas que se pueden sacar del mismo. En efecto, nuestra opción originaria de centrarnos en la representación de la Historia lleva a la sobrerepresentación de textos francófobos, visto que la historia política lato sensu, generalmente conflictiva, es la que se suele tematizar (hemos comprobado que, salvo quizás en el siglo XVIII, los grandes temas son políticos o diplomáticos). Por lo mismo nuestro corpus no permite ponderar suficientemente la Historia cultural (a pesar de nuestro especial interés por ella), y se infravalora el impacto de ésta en la constitución de una imagen española de Francia. De hecho, se comprueba una diferencia notable entre dicha imagen tal como la observamos en los textos aquí estudiados (la de una Francia caballeresca, cristiana, valiente, culta, pero sobre todo soberbia, ambiciosa, imperialista, guerrera, violenta, sacrílega, desleal, falsa) y la que se desprende de la literatura de ideas de inspiración ilustrada y liberal, por supuesto, pero incluso del corpus que manejaba H. Juretschke (principalmente Juan Valera, Menéndez Pelayo, José Benavente, Unamuno), en el que los rasgos que integran la imagen del francés son: racional y razonable, claro, elegante, hábil, ingenioso, pero también falto de pasión, ligero, superficial, orgulloso, «gaulois» y aun sensual. Estos rasgos provienen claramente de la historia cultural, y en buena parte persisten en el retrato que hizo del francés, en 1969 y desde un sentimiento muy francófilo, Fernando Diáz Plaja, y todavía en el imaginario común contemporáneo.
La discrepancia que señalamos representa una diferencia significativa con respecto a nuestro estudio anterior (HELF), donde vimos que la imagen literaria de la Historia de España –esto es, la que se impone a partir del siglo XVI– integra los estereotipos más difundidos, precisamente porque es aquélla la que los generó, mientras que en el caso español coexisten una imaginería francófoba (moderada) procedente de la historia política, tal como la tematizó la literatura (y donde destaca la Guerra de la Independencia), y una imaginería francófila –con un toque de francofobia defensiva– que procede de la historia cultural.
Otra diferencia notable es que en Francia no se tenía presente una imagen española del francés (principalmente por no resultar unívoca y contundente ésta), mientras que los españoles sí tienen una clara consciencia de la imagen tradicionalmente «negra» de España, y esto contribuye a nutrir una imaginería que se puede caracterizar como una relación ambivalente de amor (admiración)-odio (entendido éste como una desconfianza un poco resentida, por el sentimiento de que «no nos quieren», o «no nos valoran»).
Ahora bien, la rápida transfiguración de la España democrática, y su exitosa integración en Europa, han modificado sin duda la imagen exterior del país, como la consciencia de ésta por parte de los españoles y más generalmente la autoimagen española, y todo esto parece prometer la progresiva anulación, por ambas partes, de los recelos y de los estereotipos heredados del pasado. Sabemos sin embargo que dicha herencia participa de la larga duración, y fácilmente persiste de manera solapada; es la razón por la cual una investigación como la nuestra, aparentemente arqueológica, mira también hacia el futuro, especialmente porque el tipo de reflexión desarrollado se puede aplicar asimismo a tantas vecindades que, en el presente, arrastran y padecen parecidos prejuicios mutuos, que tienden a ser tanto más potentes en cuanto se desconoce su genealogía.

Robin LEFERE, Université Libre de Bruxelles

BIBLIOGRAFÍA
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