‘Catedrales’ de Claudia Piñeiro

Puente 180 (junio 2021)

Catedrales de Claudia Piñeiro, Alfaguara, 2020.

Nació en 1960 en la provincia de Buenos Aires. Hizo estudios de economía y trabajó como contadora pública durante 10 años. Pero su verdadera vocación era contar y escribir.

Desde entonces, escribió novelas y guiones para la televisión.

En 2005, ganṓ el Premio Clarín con su novela “Las viudas de los jueves”.

A continuación, explica como decidió dedicarse a la escritura:

“En 1991, estaba trabajando de gerente administrativa en una empresa que tenía una sucursal en San Pablo. Tenía que viajar para hacer la auditoría de los tornillos con los que se hacían unos compresores de aire; una cosa tremendamente aburrida. Yo iba en el avión, supongo que iba llorando, y leo en un recuadro muy chiquito en el diario el llamado a concurso de ‘La sonrisa vertical’, el certamen de la editorial Tusquets. Yo ni siquiera sabía que se trataba de un concurso de literatura erótica. Lo único que pensé fue: ‘Vuelvo y me pido vacaciones y escribo una novela para esto, porque si no, yo me voy a quebrar’. La novela se llamaba El secreto de las rubias y quedó entre las diez finalistas, aunque luego no se publicó. Me di cuenta de que escribir era algo demasiado fuerte y, aunque siempre escribí, ya no podía postergarlo. Apareció como un salvavidas que me tiraron en ese momento.”

Claudia Piñeiro

Catedrales es una novela negra con su cuota de crudeza, de violencia y de horror.  Generalmente, en el género policial se suele dar al enigma la forma de juegos como el rompecabezas o el ajedrez. C. Piñeiro sigue la tradición y articula su novela como una carrera de postas. Las seis voces que narran la historia se pasan el testigo hacia una meta: esclarecer el crimen de la menor de tres hermanas, Ana, una chica que a los diecisiete años aparece incinerada y descuartizada en un terreno baldío. Hay suspense sí, pero una vez llegado a la mitad del libro, el lector ya sabe (o por lo menos lo intuye) quién, cómo y por qué se cometió ese horrible crimen.

Las seis voces cuentan y reflexionan treinta años después de los hechos. Esta distancia temporal entre crimen y narración aleja la historia de la clásica pesquisa policial. La investigación está cerrada y jamás aparecieron los culpables.

¿Quiénes son esas voces? Son Lía y Carmen, las dos hermanas de Ana en la familia Sardá; Julián, el marido de Carmen, Mateo, el hijo de Carmen y Julián; Marcela, la amiga fiel de Ana y por fin Elmer, el licenciado en Criminalística que contrató Alfredo, el padre de las Sardá, años después del asesinato, para que intentara encontrar la verdad. Pero, claro, no es tanto descubrir acerca del crimen en sí mismo lo que importa en esta novela sino más bien lo que se esconde detrás del crimen. Es ante todo poder entrar en los terribles secretos íntimos de familia, reflexionar acerca de la lealtad, los prejuicios de clase, el aborto y la religión.

El libro se abre sobre la narración de Lía, ahora instalada en Santiago de Compostela después de haber huido de su país, de su familia y de la pena de una muerte callada, enterrada para siempre: la de su hermana Ana. Al empezar la lectura, podríamos creer que Catedrales es una obra puramente reflexiva.

En efecto, abundan las reflexiones sobre la fe que Lía declara haber perdido ya hace treinta años y para siempre. Apoya esa declaración la cita de Emmanuel Carrère (El Reino) que encabeza el capítulo:

“Es lo que quiero pensar, lo que quiero creer, pero tengo miedo de dejar de creerlo. Me pregunto si querer creerlo tan intensamente no es la prueba de que ya no creemos”.

 Lía ya no creía en dios, pero sí en las catedrales. Su librería se situaba enfrente de la Basílica de Santiago de Compostela adonde acuden los peregrinos del mundo entero. Aunque ellos tampoco creyeran, seguían su camino hacia aquel lugar que Alfredo, el padre de Lía, solía dibujar con mucha precisión y cuyo perfil Lía descubría en la única correspondencia que mantenía con su padre, con el secreto anhelo de saber si algo nuevo había sido revelado sobre el asesinato de su hermana. Pero ¿qué significaban las “catedrales” para Lía? La frase que pone de relieve el autor al iniciar el libro: “¿A los que construyen su propia catedral, sin dios? O quizás las últimas convicciones de Alfredo antes de su muerte acerca de la fe:

“Un lugar creado por el dios que sea, de la religión que sea. O por nosotros. Un lugar donde encontrarnos otra vez y para siempre. Puede ser el aire, o el agua, un atardecer o el corazón de los que quedan vivos. Que a ese “dios” o como quieran llamarlo, cada uno le construya su propia catedral… Allí estaré. Tal vez, algún día, nos encontremos en mi catedral o en la de ustedes (p.330)”.

La familia Sardá, como muchas familias de la clase media alta argentina de la época, era muy católica. En todos los aspectos de la vida, la religión se imponía e imponía sus obligaciones y sus prohibiciones, como por ejemplo el tabú del sexo y de las consecuencias fatales cuando se practicaba en secreto. C. Piñeiro quiso abordar la cuestión del aborto y de la difícil condición de la mujer dentro de aquel clima asfixiante.

Sin embargo, en mi opinión, el núcleo de su reflexión se centra en la fe y en la responsabilidad personal. En ese sentido, los personajes muestran una posición distinta frente a la fe: fanatismo (como en el caso de Carmen), obediencia (Julián), desconfianza (Ana), necesidad (Alfredo), puro ateísmo (Lía).

Al final de su vida, el padre de las hermanas, Alfredo, escribió una carta a Lía y Mateo para que la leyeran juntos después de su muerte. Abarcaba tres grandes temas: la muerte, la fe y el amor. Acerca de la muerte de Ana, Alfredo escribe esto:

 “Yo soy culpable de la muerte de Ana. Es mi responsabilidad que ella no pudiera contarme que estaba embarazada y que no quería seguir adelante con ese embarazo. Yo debería haber estado allí para ayudarla a resolverlo en mejores condiciones. Me declaro responsable por no haber creado el clima de diálogo propicio con mis hijas…Yo debí haber sido un padre confiable para Ana, debí haberle ensenado que creyera en ella…, debí haberla educado para que no sintiera vergüenza por no estar de acuerdo con todo lo que pregona la religión que le inculcamos. Y, mucho menos, lo que pregonan sus curas…Este es mi último acto de dignidad, reconocer mi error: el daño que se puede hacer al otro cuando no lo dejamos elegir más camino que aquel que nosotros creemos correcto” (p.323-324).

Alfredo, en fase terminal de cáncer, pudo llegar a tal reconocimiento de su error. No fue el caso de Julián y mucho menos de Carmen. Cuando la pareja se enteró de que Ana estaba embarazada a consecuencia de su relación sexual con Julián, ninguno de los dos quería cometer el pecado de obligarla a abortar. Lo hablaron juntos y pensaron que la única que tomaría la decisión sería la propia Ana:

“¿Y si el pecado lo comete otro? ¿Qué pasa si vos no decidís qué hacer con ese embarazo? Vos te abstenés. ¿Qué pasa si lo dejas correr, y la que toma la decisión es Ana? No es necesario que compartan el peso de ese pecado mortal. (p.266-267)”.

La última voz que se expresa en el libro es la de Carmen. Carmen que analiza todas sus responsabilidades en lo del aborto y de la consecuente muerte de Ana. Enumera todos los motivos, de orden religioso o racional, que les condujeron a actuar de tal manera y a no sentirse culpables de la muerte de Ana. Carmen dice:

“Porque eso, su muerte, fue voluntad de Dios. Sin embargo, yo no impedí la muerte de ese niño por nacer. De esa omisión me hago cargo…De lo demás, de lo que siguió, no me arrepiento, por más horrendo que le parezca a alguien. No cometí delito, no pequé…Actué para proteger a mi familia (p.280)”.

Carmen y Julián eran jóvenes, muy creyentes y no pudieron liberarse del peso de la religión y actuar con libertad de conciencia. Luego, la religión les sirvió de justificación a sus actos.

Catedrales”, un libro que se abre a la reflexión pero que nunca parece aburrido. Al contrario, C. Piñeiro construye un texto de sencillez muy depurada. Con una trama que no por presumible deja de conmover. En su técnica narrativa, tal vez lo más destacable sea ese enfoque a través de seis miradas, cada una con un estilo y una personalidad propios. En especial, la de Marcela, la mejor amiga de Ana, una mujer cuya memoria reciente se borra a cada instante con el consiguiente problema de construirse e incluso de comunicarse. De aquella amnesia parcial, la autora da cuenta en su escritura dejando espacios blancos entre los párrafos como para materializar lo que falta en los recuerdos de Marcela. Uno de los múltiples hallazgos estilísticos a los que recurre C. Piñeiro: cuando Alfredo, ya enfermo, contacta por teléfono a Elmer, el criminólogo, solo aparecen las palabras de Elmer. Las de Alfredo solo se pueden adivinar a partir de los tres puntos suspensivos dejados en la página.

Martine Melebeck